“Y miré, y he aquí un caballo blanco;

y el que lo montaba tenía un arco;

y le fue dada una corona, y salió venciendo, y para vencer”

Apocalipsis 6:2

Pandemia.

 

 

 

La palabra se repite en las noticias, entre informes de muertes y contagios. Entre texturas de gel y barbijos, bajo un cielo surcado por helicópteros sobrevolando la ciudad. No se trata de una ucronía. Tampoco de una mala ficcion apocalíptica.

Vivimos tiempos históricos.

Nos toca ser sobrevivientes y testigos de una época singular: tenemos la suerte ambigua de ver cómo ha cambiado el Mundo tal cual lo conocimos hace solo un par de semanas. Es un cambio contundente. No hay punto de retorno. Vamos construyendo nuestra nueva normalidad en tiempo real. El futuro se irá redefiniendo con el tiempo, pero nada será lo mismo.

 

No son, sin embargo, tiempos novedosos.

La Humanidad ha atravesado otras pestes y guerras, con sus respectivas secuelas.

También las ficciones (Borges) nos lo han anticipado. Estamos viviendo las mismas escenas que ya hemos visto en innumerables películas: pistas de patinaje sobre hielo devenidas en morgues, estadios convertidos en hospitales de campaña.

En la vivencia cotidiana, el contacto con lo real se ha limitado al perímetro de nuestras casas. La cuarentena, cercana al toque de queda, nos obliga a un tiempo surreal. El afuera es un sinnúmero de imágenes que se suceden en las pantallas.

 

El COVID-19, ese agente microscópico infinitesimal que ha puesto al mundo de rodillas, es visualizado en sus efectos por otra clase de virus: las imágenes que lo han vuelto doblemente viral.

Son las imágenes que ilustran las noticias. Las fotografías las que nos muestran cómo son las cosas mas allá de nuestra casa.

 

Hoy, el objeto de estudio de nuestra materia adquiere una especial relevancia. La imagen fotográfica es quizás el único vehículo de conexión visual mas allá de nuestro perímetro.

 

La fotografía como soporte, quizás por esa particular relación que tiene con la realidad tangible, conlleva desde su génesis una pregnancia particular sobre las personas.

Es lo que hace que el impacto de las noticias sea aún mayor.

 

Pascal Quignard, en su formidable ensayo el Odio de la Música, habla sobre el poder inmanente que posee la Música sobre los seres humanos. Para Quignard, la música, en tanto arte y formato, posee ese poder intrínseco mediante aquello que subyace en la intimidad de la materialidad sonora de cualquier composición musical.

 

“....La música viola el cuerpo humano. Lo pone de pie. Los ritmos musicales suscitan los ritmos corporales. La oreja no se puede cerrar cuando se encuentra con la música. Al ser un poder, la música se asocia a todo poder. Es esencialmente desigual. Oír y obedecer van unidos…”

 

“...Sobre la totalidad del espacio de la tierra, y por primera vez desde que se inventaron los primeros instrumentos, el uso de la música se ha vuelto a la vez pregnante y repugnante. Amplificada de manera infinita por la invención de la electricidad y la multiplicación de su tecnología, se tornó incesante, agresiva de noche y de día, en las calles comerciales de las ciudades, en las galerías, en los pasajes, en las grandes tiendas, en las librerías, en los cajeros automáticos de los bancos extranjeros donde uno retira dinero, incluso en las piscinas, incluso en las playas, en los departamentos privados, en los restaurantes, en los taxis, en el metro, en los aeropuertos. Incluso en los aviones en el momento de partir y de aterrizar.

 

Incluso en los campos de la muerte….”

 

Hoy bien podríamos transcribir esos conceptos al campo de la imagen.

Es casi imposible no toparnos con fotografías.

La tecnología digital ha hecho que en particular la imagen fotográfica se propague de manera incontrolable.

Si la cámara Kodak, con la que cualquiera podría tomar fotografías, introducida casi a fines del siglo XIX, sellaba la cacareada “democratización de la imagen”, hoy las cámaras celulares consuman una suerte de pandemia incontrolable.

 

Parafraseando a Quignard: La Fotografía viola la mirada. Ante la fotografía, los ojos no pueden cerrarse. La estética de la imagen fascina y embelesa. Podremos cerrar los ojos pero las imágenes se sucitarán aun detrás de los párpados. Al ser un poder, la imagen se asocia a cualquier poder; es esencialmente no igualitaria.

Mirar y obedecer van unidos. Ver sin criticar es mirar y creer ciegamente. Allí donde hay una pantalla hay imagen. La mayoría de esas imágenes son fotografías fijas o en movimiento. No tenemos la libertad de dejar de mirarlas. Los medios, las formas de reproducir las imágenes y los cauces por donde desfilan los mensajes sublimados de empresas, tiranos y sistemas de opresión deambulan en un campo visual al que no nos negamos, pues la imagen se convierte en nuestra fuga y a la vez en nuestra desviación; el odio a la fotografia se manifiesta en cuanto hemos dejado de mirar con quietud y en nuestro propio silencio. Mirar las imágenes sin desconfianza es entregarse al canto de sirena. El final es conocido e inexorable.

Detrás de cada selfie, detrás de cada instantánea, por mas cándida que parezca, se reconfirma la potencia pregnante de un soporte ineludible.

Quignard lleva su búsqueda al relato bíblico sobre la expulsión del Paraíso:

 

La cita Bíblica:

 

“Y había Jehová Dios hecho nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista y bueno para comer; también el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol de la ciencia del bien y del mal”. Gén. 2, 9.

“Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto comerás; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás de él; porque el día que de él comieses, morirás”. Gén. 2, 16-17.

 

Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis; mas sabe Dios que el día que comiéreis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como dioses sabiendo el bien y el mal. Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella. Y fueron abiertos los ojos de entrambos y conocieron que estaban desnudos: entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales”.

Gén. 3, 4-7.

 

Según Quignard:

“...En el Edén la acechanza sonora y la vergüenza sexual se dan juntas. La visión y la desnudez, la audición y la vergüenza son la misma cosa. Ver y escuchar se dan al mismo instante y ese instante es inmediatamente el fin del Paraíso….”

 

El ver ha sido lo que antecede a la expulsion del paraíso. Es un don y también una condena.

 

Ver y mirar son verbos que se consuman en el gesto fotográfico.

Aprender a mirar es el único antídoto posible para entrever una realidad ante esa serie de ficciones que gobiernan el mundo.

Aprender a ver es la manera de buscar respuestas que el soporte fotográfico propone.

Hoy más que nunca debemos encarar el desafío de manejar y entender profundamente este lenguaje.

Aislar el virus de la fotografía: he ahí nuestra tarea.

Poder acaso descifrar eso que se ha sellado en la primera imagen tomada por una camara por Nicéphore Niépce en 1824 y que no ha dejado de propagarse.

Seremos una nueva generación de realizadores audiovisuales.

Como consumidores y generadores de imagenes.

Como futuros diseñadores de imagen y sonido, esta es nuestra mision y nuestro desafío.

 

 

GABRIEL VALANSI